Aún en el nomadismo,
cuando el hombre conoce
el rol de la semilla
y esculpe con la piedra
la primera herramienta
para abrir la besana,
descubre que la vida
no precisa distancias
y nace la esperanza
de quebrar un destino
errabundo y precario.
Su identidad se afirma,
se arraiga en el terruño
y establece el abrigo
donde ha de conchabarse.
Y junto al surco abierto
abrirá a la conciencia
la importancia del sol,
el fresco de la sombra,
la bondad de la lluvia
y la razón del río.
Cuando el brote presuma
en líneas paralelas
el futuro alimento,
se le hará necesario
un eterno lenguaje
que trascienda a la herencia.
Y ya con la palabra
análoga en el verso a la besana,
intentará en su canto
trasladar su experiencia
e iniciará la historia.
Admirará en la flor
la belleza sublime
que encerrrará en sus genes
la futura semilla
y el asombro constante
de toda la existencia.
Sabrá de los menguantes
y de los plenilunios,
y aún sin designarlos
con sus actuales nombres,
percibirá equinocios y solsticios.
Encontrará en estrellas
la guía de su espacio
y en la universitaria
tarea de la vida
sabrá que no hay futuro
sin gestos solidarios.
Después si...
ya por todo lo hecho satisfecho
disfrutará del canto de las aves,
del aura en la mañanas veraniegas,
del dorado color de los ponientes
y llamará solaz a su descanso.
Y al agotar la llama
del efímero fuego
que alimenta la vida,
comprenderá también
que en su destino
ha de aportar al surco
el agua y mineral
que en otro tiempo
lo formó como un ser
de este universo
y que ha de trascender,
en la cosmogonía,
por la uteral besana,
donde se gestan
los brotes del amor
de la simiente humana
José Enrique Paredero
WebRep
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